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Gotas



    Desde hace ya unos años que sufro una intolerancia a la proteína vegetal. Esta molesta condición me priva de consumir ciertos vegetales antes o después de hacer ejercicio intenso, cuando estoy enfermo o, en el caso de que fuera una mujer (no soy una mujer, no se porque digo esto; creo que para sentirme ingenioso o gracioso) tuviese la regla o estuviera embarazada. Esto, unido a que ya de por sí tengo una fuerte alergia al melocotón y a la piel de la almendra verde, me dificulta de manera notable mis visitas a restaurantes o a casas de amigos, pues tengo que repetirle (al camarero o al amigo-cocinero) mi condición y asegurarme de que ninguno de estos mortales productos que ya he citado se encuentran, por descuido o por azar en mi plato. 

    Mis padres, que siempre han velado por mis intereses, conocieron hace unos meses un tratamiento en vías de desarrollo, para curar mi alergia. Este consistía en una vacuna que debe ser administrada todos los días por vía oral. El proceso es el siguiente: cojo el botecito de 5ml en el que pone mi nombre y la palabra “melocotón” en naranja de la nevera, me aproximo al baño e introduzco cinco de estas gotas debajo de mi lengua. Sin tragarlas debo dejar que pasen dos minutos y al cabo de estos se me permite expulsarlas. Las gotas contienen un extracto de melocotón, que es, según se ha estudiado, el origen de mi intolerancia. El cuerpo, como estoy sufriendo en este preciso momento, reacciona ante este alérgeno pero de manera leve (si lo comparamos con que se hinche la garganta y se corte el flujo de aire) y muy localizada en la boca. De esta forma, con el uso continuado, uno puede llegar a inmunizarse frente a este agente, potencial causante de muerte prematura.


    Aún no he acusado los efectos positivos de este tratamiento en cuanto al tratamiento de mi alergia. Lo que sí he observado sin embargo, es el lento cambio de los dígitos que aparecen en mi movil cuando en la aplicación “Reloj” cronometro los dos minutos que deben pasar las punzantes gotas arañando mis encías.

    Y es curioso ¿no? lo lento que pasa el tiempo cuando esperas algo. Cuando esos dos minutos se deslizan por entre mis dientes como cuchillas, busco cualquier entretenimiento posible para llenarlos: ponerme colirio en los ojos, guardar cuidadosamente el cepillo de dientes, ordenar el cuarto de baño como nunca antes había sido ordenado desde que soy universitario. Y no tengo miedo a caer en tópicos cuando reflexiono de esta manera sobre el tiempo. Un tiempo en el que, la verdad, no reparo en ningún otro momento que no sea el ponerme las gotas para curarme de esta dolencia. Pero no puedo dejar de pensar en que, si no fuera por ellas, no sabría a día de hoy, lo lento que puede llegar a pasar. 

    Es curioso también pensar que basta un solo instante de aburrimiento, un único instante de espera en el que mi cerebro no tiene otra cosa que hacer que ver cómo desfilan los números por la pantalla de mi teléfono, para que mis pensamientos se disparen hacia dentro. Se internan en tiempo récord destruyendo las murallas de mi cotidianidad en el único espacio que les dejo para ser libres. Ellos, como arietes aguardando, aprovechan este instante de flaqueza para destruir mis fantasías de control y dinamitar mi línea de flotación.


    Pero menos mal que todo esto tiene un tiempo delimitado: 1:55, 1:56, 1:57, 1:58, 1:59 y, por fin, la ansiada melodía predeterminada que indica el final de mi espera. Escupitajo, mirada al frente y sonrisa recetada por el médico de la cabeza. Ahora toca acurrucarnos debajo del edredón y esperar un nuevo día en el que, si hay suerte, podré volver a probar el tomate.

Pedro
Ramírez
Pe.

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